Hace unos días JM, de 93 años, me decía que saber de la existencia de cierto banco a medio camino le animaba a visitar la casa de su sobrina. ¿Tenemos en la cabeza el mapa de bancos de nuestro barrio, del entorno en el que nos movemos? ¿Sabríamos reconocer qué actividades tienen lugar precisamente porque esos asientos están ahí?

Desde siempre he sentido admiración por las boticas y sus profesionales, que lo son de la salud y también como agentes de inclusión social. La farmacia comunitaria es servicio público de atención integral aunque sea desarrollado en un espacio de titularidad privada. Allí la entrega de medicación e información sobre la misma a menudo queda en segundo plano porque tantas veces las personas se dirigen al mostrador buscando no solo el consabido “consejo farmacéutico” sino, muy a menudo, tiempo de escucha.

Si el mostrador es un lugar de diálogo, consejo y casi de confesión entre cliente-profesional, el banco de la farmacia es un hito como espacio de encuentro a escala barrial. Ese banco, si es conocido por el vecindario, puede ser, como decíamos en las redes sociales de Jubilares hace unos días: “un alto en el camino, un minuto de descanso, una charla en confianza …”

Ese banco es testigo de la vida cotidiana que sale de su ámbito doméstico para llevarlo al de la vida pública. Las confidencias del hogar se comparten en ese lugar provisto de la memoria de tantas personas que encuentran allí un sitio de confianza y que construyen, como diría Jane Jacobs, identidad y “red de respeto público y confianza”, no institucionalizada porque proviene del encuentro casual con gentes que van dejando de ser desconocidas para formar parte de nuestra gente.

El banco de la farmacia es por ello un paradigmático espacio de cuidados para las personas mayores… o de cualquier edad. Y también lo es cualquier banco situado en el espacio público o en establecimientos de uso público que lo pongan a disposición de la ciudadanía. Así las iniciativas como los comercios amigables en Zaragoza o los establecimientos amigables en San Sebastián animan a participar en una red de locales que pueden comprometerse, entre otras cosas, a situar silla o banco no solo dentro sino incluso “fuera del negocio para descanso y apoyo de paseantes”.

¿Es apoyo todo lo que ofrece el banco? En la farmacia ya vimos que no. En torno a un banco al aire libre vienen a congregarse jóvenes estudiantes, se come el bocadillo un albañil,  la abuela reflexiona mientras su nieta está en clase de inglés… El banco invita a la lectura, a tomar el sol o refrescarse bajo una sombra, a observar, escuchar,  oler… 

¿Apreciamos la importancia de estos equipamientos? ¿Somos conscientes de que no solo sirven al apoyo sino también estimulan a la actividad? Hace unos días JM, de 93 años, me decía que saber de la existencia de cierto banco a medio camino le animaba a visitar la casa de su sobrina. ¿Tenemos en la cabeza el mapa de bancos de nuestro barrio, del entorno en el que nos movemos? ¿Sabríamos reconocer qué actividades tienen lugar precisamente porque esos asientos están ahí?

¿Sabríamos imaginar cuántas personas se quedarían en casa si no existiera la promesa de asiento en el espacio público?

El banco, paradójicamente, no invita a parar sino a salir a la calle.  A vivir. A convivir.

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