La brecha digital afecta a uno de cada tres ciudadanos y la Administración debe garantizar sus derechos sociales
La campaña de recogida de firmas que ha lanzado el valenciano Carlos San Juan de Laorden para exigir atención personal en las sucursales bancarias ha tenido un impacto social insólito. Su éxito revela alguna falla de fondo y demasiado invisible: la brecha digital debería dejar de ser un tópico fino de la conversación pública para convertirse en el signo de un abandono egoísta por parte de la nueva sociedad digital. “Tengo casi 80 años y me entristece mucho ver que los bancos se han olvidado de las personas mayores como yo. Ahora casi todo es por internet”, arrancaba la petición de este urólogo y cirujano que ya suma más de 350.000 firmas en la plataforma digital Change.org.
El fuerte y rápido apoyo recibido por esta iniciativa evidencia una demanda creciente por una parte de la sociedad que no exige nada demasiado subversivo: no ser dejada de lado por las entidades financieras cuando captar sus pequeños ahorros ha perdido ya interés para ellas ante el bajo precio del dinero. Decenas de miles de personas se han sentido reflejadas en el “soy mayor, pero no idiota” de San Juan y probablemente son solo una parte de las muchas más que hacen cola fuera de las sucursales bancarias todavía abiertas, a la espera de ser atendidas en franjas horarias reducidas o pidiendo ayuda a desconocidos para pagar un recibo a través del cajero.
El problema no afecta solo a los bancos. El último informe de Cáritas y la Fundación Foessa indica que la brecha digital se ha convertido en un nuevo factor de exclusión social; una especie de analfabetismo del siglo XXI que la pandemia de la covid-19 y el proceso acelerado de digitalización han intensificado en casi todos los ámbitos de la vida cotidiana. Un 35% de la población —es decir, uno de cada tres ciudadanos— se siente afectada por lo que se denomina apagón digital. La expresión designa no solo el hecho de no disponer del instrumental apropiado (móviles suficientemente competentes, por ejemplo), sino carecer de una conexión adecuada o de las habilidades necesarias para su manejo. Un 17% de los hogares en exclusión severa manifiesta haber perdido oportunidades de empleo, formación o incluso de ayudas por mala conexión a internet. Esa brecha podría intensificarse en los próximos años ante un modelo de recuperación que pone la digitalización en el centro de la vida económica y social y es una de las prioridades del Gobierno en su estrategia de transformación y mejora de la productividad.
El proceso necesario de digitalización debe proteger tanto a quienes están menos familiarizados como a quienes están excluidos del acceso a una buena conexión y a un móvil apto. El sector público en todos sus niveles deberá preservar durante el tiempo que haga falta servicios presenciales de atención que faciliten trámites administrativos, médicos, económicos o legales, y en ese sentido va el plazo de un mes que ha dado el Gobierno a los bancos para resolver los problemas de atención presencial detectados. La digitalización como espacio de confort de las nuevas generaciones no debería ser la contracara de la angustia de quienes no pueden, no quieren o no saben manejarse en la esfera digital.